miércoles, 23 de febrero de 2011

SAN BORONDON del MIERCOLES

                             El anciano, me observó desde más atrás de los ojos y dijo: mire señor, sólo le queda esperar, tenga paciencia y no sé encochine.

                             No me había fijado en los pies del babalao, los tenía recogidos, engurruñados hacia los talones; al levantarse, observé que andaba apoyándose sobre los talones, moviendo exageradamente el culo, arriba y abajo, a un lado y al otro, en un ritmo acompasado por las músicas del vecindario.
                             Me acompañó hasta la salida, a través del patio interior, rodeado por pasillos llenos de puertas por donde se asomaban luces pálidas, como de lamparillas de aceite y olores húmedos mezclados con orín de gatos sin dueño.
                             Ahora lo recuerdo, ahora recuerdo que entendí decapitado, De-Ca-Pi-Ta-Do. Qué quiso insinuar cuando me miró con sus ojos aguados y murmuró: ya está, cruzando su dedo índice por el cuello, con una seña de corte, de tajo profundo.
                             Al despedirnos, yo en la calle, él oculto en el zaguán, me agarró la mano con delicadeza, hizo una extraña unción con saliva sobre la palma y me dijo: ya se acabó, compañero, esto ya se acabó, conviene que estudie a Caravaggio.

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